Para Freud, desde los orígenes, la sexualidad es esencialmente traumática. Incluso sostiene que en la naturaleza misma de la pulsión sexual hay algo desfavorable al logro de la satisfacción plena, en tanto el objeto de la pulsión puede ser cualquiera y, más aún, nunca es el adecuado… porque el originario está perdido para siempre. La idea de un goce en más en ese origen que es la experiencia primaria de satisfacción, nunca es reencontrado pero, por ello mismo, pone en movimiento el deseo «que tiende a recuperar ese más que siempre aparece como menos»… punto de partida de las vicisitudes de la sexualidad en el ser hablante.
Pero la tesis freudiana de la sexualidad habla también de un forzamiento desde el goce autoerótico a la sexualidad concebida como hetero, desde el momento mismo en que se impone para el infans el reconocimiento del Otro, la ley de prohibición del incesto y la vigencia del significante fálico que instala la disimetría fundamental entre los sexos.
Desde el comienzo, para Freud la cuestión del sexo es un tropiezo y alrededor de eso, de lo que concibe como lo traumático de la sexualidad en el ser hablante, irá haciendo elaboraciones que constituyen lo que conocemos como los mitos freudianos. El del Edipo será el constituyente de la subjetivación del sexo a través de la identificación y la elección de objeto. Desde la concepción freudiana, para ambos sexos rige la primacía del falo, pero hay una relación diferente en cada uno, respecto a él. En última instancia, se trata de un solo sexo, el masculino, mientras que lo femenino queda como el misterio, lo ajeno, la alteridad…para ambos sexos. La tan conocida pregunta freudiana por la mujer, ¿qué quiere la mujer? Es una pregunta por el deseo femenino. Sin embargo, las respuestas que irá elaborando la dejan siempre del lado de la mujer fálica. Las tres salidas del Edipo, los tres caminos posibles para la sexualidad femenina, son soluciones fálicas: el complejo de masculinidad y la posibilidad de la salida homosexual; la represión, la neurosis, que Freud ubica más del lado de la histeria, que también implica «hacer de hombre», en tanto la identificación irá por el lado del padre; y, finalmente, la salida que considera «normal», la de la maternidad, la de la ecuación niño=falo. La envidia al pene lleva a la mujer a querer un hijo del padre y luego del sustituto.
Del lado del niño, el descubrimiento de que no es el falo de la madre y, si no lo es, tiene que tenerlo. El resultado: la angustia de castración y la consabida angustia masculina de «tener por tenerlo».
Esto irá modelando los caminos de los encuentros y desencuentros entre los sexos. Pero el antecedente de lo imposible de una complementariedad, ya está esbozado en una organización sexual infantil regida por el falo y disimétrica.
Lacan lo retoma cuando afirma que hay algo que no encaja en la sexualidad humana en tanto el camino de la sexuación pasa por el aparato simbólico y éste, en sí mismo, es fallado. El pasaje por el complejo de Edipo- que no es otro que ese aparato simbólico- instala la castración de goce. Pero ningún sistema simbólico resulta totalmente exitoso y el síntoma es el testimonio del fracaso del esfuerzo del sujeto por incluirse allí. Un punto de real que escapa a ese aparato y que hace imposible la adecuada proporción.
En tanto es fallado hay desencuentro entre los sexos, una hiancia que no logra tramitarse a través del significante. El resultado es la suplencia por el lado del amor o por el lado del síntoma; por el lado de la ilusión amorosa o de la solución sintomática. Sin embargo, veremos cómo- de alguna manera- ambos tipos de suplencia no se excluyen una a otra.
En sus escritos de la primera década, Freud reconoce a las dos grandes estructuras neuróticas, histeria y obsesión, e incluso a la psicosis, como defensas ante lo que en esos momentos llama el trauma. Desde ese concepto de defensa, hoy podemos pensar esas estructuras también como soluciones. Quizás no buenas soluciones, no las mejores en tanto implican sufrimiento y un callejón sin salida para quien las padece, pero son las vías por las que los seres hablantes intentan tramitar lo traumático de la sexualidad.
G. Brodsky lo retoma justamente a partir de la vivencia de satisfacción, del goce en más que está perdido y de la infructuosa búsqueda para recuperarlo, porque ya nunca es igual. A eso puede responder la neurosis. Pero también, puede ser respuesta a otro sentido, no ya al goce en más, que busca recuperar sino a lo que nunca estuvo, a la hiancia irreductible de la no complementariedad. «Suponer que estuvo y no está, ya es parte de la construcción de la neurosis misma porque, en realidad, hay un goce que falta que no es el goce prohibido con la madre, (…), es el goce que permitiría el acoplamiento perfecto entre hombres y mujeres. Es ese goce que no hay y en función de él se puede crear el mito de que la madre sería ese objeto, con lo cual todo sería perfecto porque está prohibido (…), porque el padre lo prohíbe; él es el que tiene el goce, el que lo guarda y si lo mato, lo voy a tener. Lo maté pero no lo tengo más porque ahora tengo culpa (…) (Por ello) Lacan va a decir que el mito del Edipo es un sueño de Freud. Lo único que hay en realidad, lo único real es: no hay relación sexual (…) todo es una forma mítica de dar cuenta de esto que no hay (…) Hay el goce a condición de entender que no hay relación sexual…» [1]
En ese sentido es que podemos pensar el concepto de partenaire-síntoma. «El síntoma es un partenaire del sujeto, tal vez el más fiel y el más necesario, porque aporta un goce que suple la inexistencia de la relación sexual. Esa es su función en la economía libidinal del sujeto, más allá de su envoltura formal y su sentido. De ese modo, permite pensar que no ofrece la misma solución a hombres y mujeres: no sólo podemos pensar en síntomas masculinos y síntomas femeninos, sino también que un mismo síntoma cumple su función de manera diferente según sea soportado por uno u otro sexo. Por ello interroga la incidencia en el síntoma de la lógica de la sexuación»[2]
Porque existe el inconciente entre uno y otro sexo, las cosas no andan. Pero están las soluciones sintomáticas, soluciones de suplencia ante la imposibilidad de la relación sexual, soluciones que también son impasses que conciernen a todo sujeto hablante desde el momento en que asume el riesgo del acto sexual.
En Televisión [3] dice Lacan que cuando un hombre conoce a una mujer, «ahí sucede todo: es decir habitualmente ese fracaso en que consiste el logro del acto sexual». La tesis, entonces, es que «el éxito del acto constituye el fracaso del lazo, del lazo sexual, en la medida en que cada partenaire encuentra en él su goce y no al Otro. De allí la idea de que el verdadero partenaire, el partenaire real, es el goce y no el semejante sexuado que está ahí». [4] Y esta es una razón posible para la irrupción del llanto en algunas mujeres, al terminar el acto sexual.
Todas las parejas son síntomas en la medida en que, a partir de la castración, se elige un objeto de amor. ¿Por qué? Porque, por un lado, la dialéctica fálica permite la relación con el deseo y la falta. Pero, por otro, en toda relación entre un hombre y una mujer interviene el goce y éste, por definición, es autoerótico. No hay goce del cuerpo del Otro. El hombre goza de su órgano y las mujeres, de su propio cuerpo. De ese modo, el Otro se desvanece y sólo es mediación para el propio goce. Esto hace que el cuerpo del partenaire sea inalcanzable. El goce vuelve solitarios a los amantes. [5] La solución viene del lado de la castración: el sujeto, al entregar su falta, se vuelve amable. En este sentido hay dos frases de Lacan, conocidas pero no por ello siempre comprendidas. Una, la que dice: «El amor hace al goce condescender al deseo». La otra, tomada también de los desarrollos acerca de la transferencia, dice: «Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es». Punto del desencuentro, pero también posibilidad de la falta de poner a andar la dialéctica deseo-goce y no simplemente el autoerotismo del goce.
Lacan distingue dos versiones de la demanda de amor y de deseo: la forma erotomaníaca, que ubica más del lado femenino, y la forma fetichista, más característica del lado masculino, en tanto el hombre recorta el objeto en el cuerpo de la mujer (la nuca blanca, los senos). Con ellas diferenciamos las suplencias que acentúan la vertiente del amor, las erotomaníacas, que le hacen decir a Lacan: las mujeres son todas locas… locas de amor, en el sentido de la falta de límite de ese goce que las sobrepasa, que las empuja a la fórmula: «yo puedo dar todo por un hombre para que él sea todo para mí». Diferenciarlas de las que resaltan la vertiente del deseo (fetichistas), aquellas por las cuales cuando un hombre desea a una mujer, lo hace- como decíamos antes- recortando una parte de su cuerpo que funciona como objeto causa en su fantasma. Vertiente reflejada en el vector que Lacan escribe del lado masculino ($–>a), el fantasma y la articulación entre dos registros heterogéneos: el sujeto del inconciente y el objeto.
El amor funciona como suplencia de la no-relación sexual, con la ilusión de que existirá para siempre, haciendo como sí ella no es imposible. «Este es el destino y también el drama del amor», dice Lacan. [6]
La pareja- síntoma es una de las manifestaciones del malestar en la vida amorosa. Así como los síntomas parecen variar en su presentación de acuerdo a los discursos que se imponen y circulan en cada época, algo similar ocurre con las parejas-síntoma. Aunque las posiciones masculina y femenina se sostengan en una base estructural, lo que se modifica son las expresiones de malestar entre los sexos.
En los años ’70, Lacan habla del malentendido esencial entre los sexos y dice: «Para todo hombre, una mujer es un síntoma… para una mujer, un hombre es todo lo que quieran, un dolor peor que un síntoma, incluso un estrago». Esta frase circula en la transmisión de la enseñanza de Lacan, pero tenemos que ver dónde están los antecedentes de la misma.
La idea del estrago viene de la relación madre-hija, en las relaciones extremadamente pasionales, violentas, de sentimientos intensos entre ambas y que repercuten luego en la relación con el hombre. Freud trabaja esto en su texto:»La sexualidad femenina» y ubica «el odio de la madre» como núcleo paranoide de la sexualidad en la mujer, como así también el goce suplementario que se transmite de madre a hija e interviene en su modalidad de amar. Ambos forman parte de estos estragos. El amor produce una exaltación narcisista en las mujeres, por ser una solución al penisneid. Los estragos que produce en una mujer la relación con el hombre son, en función de la tesis freudiana, herederos de ese vínculo primario con la madre. Pero Lacan pone el acento, a su vez, en el entrecruzamiento del amor con una zona donde el goce queda fuera del circuito fálico. Goce que, en los años ’70, ubicará como característico de la posición femenina y al que llamará goce suplementario, justamente por ese más allá del circuito fálico que involucra. [7]
Hay un replanteo, en Lacan, de los conceptos de inconciente y de síntoma, en esos años ’70, en tanto pone el acento en la vertiente real en uno y en otro, que resiste a la acción del significante y que es correlativo a pensar una dificultad estructural que hace obstáculo a su concepción anterior de un inconciente pleno de significaciones.
Si hay algo que escapa al ordenamiento significante a nivel del inconciente y si éste trabaja para producir un más de goce, hay otras consecuencias a nivel de la teoría y que involucran la concepción de Lacan sobre la relación entre los sexos. Por un lado, una hiancia irreductible que dificulta el ordenamiento de dicha relación y que es causa de un malentendido fundamental entre el hombre y la mujer. Por otro lado, el Lacan de los años ’70, define a una mujer como síntoma de un hombre, y con ello la piensa en una posición desde donde ella responde a las condiciones de goce de ese hombre. Como síntoma de un hombre responde al lugar que le está asignado en el inconciente de éste, lo que lo lleva a decir que es ésa la manera en que un hombre goza de su inconciente, dado que la verdadera pareja del parletre es siempre su objeto de goce incluido en su fantasma.
Para Lacan, el encuentro de una pareja se produce por azar. De allí, la vía posible para una relación de pareja se hace por la mediación del falo y la dialéctica que instala, en tanto el mismo involucra tanto la vertiente de la palabra como la del goce. Como semblante, es un velo a lo imposible de la relación sexual.
Pero ¿qué ocurre en el encuentro entre un hombre y una mujer? Justamente un diálogo sin salida, el malentendido entre los sexos, en tanto la pregunta del hombre es: ¿qué quiere una mujer? Y la respuesta perpleja de ella es: ¿qué es una mujer?
Silvia Tendlarz analiza el goce de las mujeres y concluye que las figuras de éstas no son independientes de los hombres que las captan, allí donde tanto unos como las otras están presos de los ideales que cada cultura modela y con los que se identifican. En el caso de las mujeres, las imágenes femeninas que responden a los ideales de cada época son sus referentes de identificación y constituyen una vía posible con la que buscan responder al enigma de la sexualidad femenina, pero también una estrategia para ser amadas y deseadas por su partenaire.
Del lado masculino, la pregunta acerca de cómo ser hombre en una sociedad que tiende a feminizar la posición masculina, como consecuencia de la caída de la figura paterna clásica y que impone exigencias cada vez más difíciles de sobrellevar en la vorágine del siglo XXI, no son menores. El ser portadores del significante fálico no los exonera de tener que dar prueba de saber arreglárselas con ello.
Más allá de las presiones de la época, el misterio que encarna la sexualidad femenina, tanto para los hombres como para las mujeres, ya había sido preocupación de Freud. Lo analiza, por un lado, a partir del complejo de castración, como causa del desprecio de los hombres por las mujeres, en tanto reavivan la angustia más primaria e infantil que subyace en cada uno. Pero, también, en tanto les son extrañas, les representan al Otro radical- como sería una expresión en Lacan- lo que queda plasmado en su eterna pregunta: «¿Qué quiere una mujer?». Efectivamente, una preocupación freudiana que plasma en: «El tabú de la virginidad» (1918), cuando examina la lucha entre los sexos con todas sus variantes, las condiciones del amor y el erotismo, pero también sus vicisitudes.
Cuarenta años después, en «Idea directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina» (1958), Lacan habla de las imágenes y símbolos de la mujer presentes en el inconciente, encarnadas en la madre, la puta, etc. Imágenes y símbolos que son respuestas al misterio de lo femenino pero que, al mismo tiempo, se inscriben en las lógicas de las relaciones entre hombres y mujeres [8]
En la actualidad, las ejecutivas y empresarias, las modelos top, las grandes figuras femeninas en la política, etc. vienen al lugar de aquellas imágenes y símbolos de la mujer de comienzos del siglo pasado. Pero así como ocurrió con los semblantes masculinos, con aquellos que encarnaban la autoridad paterna, estos también se vuelven inconsistentes y vacilantes, al tiempo que sostienen el encanto femenino desde nuevos artificios.
Diez años después, Lacan dirá: el amor se sostiene por el semblante, cuando piense en ese mixto de imaginario y simbólico que permite cubrir la hiancia de la imposible relación sexual, dando lugar a modelos estables de pareja. Pero, en la medida en que los mismos se ajustan al discurso de cada época, sufren las consiguientes transformaciones y desgastes y van reduciendo su vigencia.
Es interesante la incidencia de una novedad de nuestra civilización, que le hace decir a Lacan que en nuestra época el matrimonio ya no tiene otra razón de ser que el amor. Desde aquí, los otros soportes en que la familia se sostenía se vuelven secundarios; lo que hace al lazo social común, las satisfacciones compartidas por una comunidad, las satisfacciones de lo cotidiano apuntaladas en el marco de la institución familiar tradicional. Si es el amor, si es la pasión amorosa lo que inaugura el matrimonio en la actualidad, ello mismo instala la paradoja porque el amor, en tanto pasión amorosa, es siempre un paréntesis que aparta al sujeto de su mundo de lazos sociales; un paréntesis no es acorde con el juramento de «para toda la vida». Es difícilmente duradero. Si esto implica que los amores míticos del pasado ya no tienen vigencia, cae también el paradigma del amor, el ideal de amor y, en su lugar, sólo hay amores en plural, amores a merced de los encuentros. Pero si la función del amor es velar la imposibilidad de la relación sexual, no desaparece. Más bien se trata de pensarlo en la coyuntura actual, su función, sus características, sus encrucijadas.
Pensando en los factores que, de alguna manera han incidido en esta transformación del vínculo amoroso, no dejamos de lado una actualidad regida por los discursos de la ciencia y de la técnica, allí donde nuestros deseos son gobernados mediante una oferta incesante de objetos de goce, objetos sustitutivos que hicieron decir a Lacan en «El Reverso del Psicoanálisis»: «tenemos un auto como una falsa mujer». Allí donde la libido misma es engañada desde la oferta de esos objetos, sin embargo sigue sin satisfacerse. Por el contrario, los imperativos del mercado nos dejan presos del peso de un superyó consumidor y nuestras vidas y nuestros cuerpos terminan siendo, ellos también, objetos del progreso de la civilización.
Si de esos objetos ofertados por la ciencia y la técnica no podemos prescindir por la amenaza de inadaptación a lo más actual de la realidad en que estamos inmersos, porque nos acecha el sentimiento de exclusión, no podemos escapar tampoco a un efecto paradojal, que es el de la homogeneización que produce, al mismo tiempo, que cada vez se esté más solo desde un goce que hace barrera al lazo social. Se goza del auto, se seduce con el auto pero, en ese triunfo narcisista, se borra el Otro del amor. El goce del objeto de la civilización es el rival, el sustituto del partenaire amoroso. Lo interesante es que los objetos para la seducción, aquellos que servían de excusa para alcanzar al Otro del amor, quedan reducidos a un alimento del narcisismo exhibido, del Uno del narcisismo en detrimento del partenaire.
Colette Soler habla de los semblantes del amor, buscando el ejemplo en los de las mujeres y nos recuerda a la mujer fatal en el cine de la época de oro de Hollywood y, en contrapunto, a las top models de nuestra actualidad. Pero dice de ellas que son lo que queda de aquella mujer fatal, pero sin constituir verdaderamente un semblante, puesto que éste supone la palabra, condición para introducir la dimensión del sujeto. La top model es sólo una imagen, una superficie, una imagen al gusto del varón homosexual que reina en la alta costura. Agrandar pechos y nalgas no logra que esa imagen alcance a la mujer fatal de otras décadas, pues esa mujer fatal es un mito, una figura del Otro pero en cuanto desconocido, oscuro, fascinante pero a la vez amenazante, fatal.
El mercado de imágenes resulta en la exclusión del Otro, en la caída de sus figuras, para poner en primer plano el imaginario del partenaire y con ello la homogeneización y el borramiento de las diferencias. Lo que se excluye es el Otro como alteridad.
Esta alteridad del Otro se refleja en la característica contractual de la época, que suple al Otro que no existe pero que excluye, al mismo tiempo, al Otro que existe. Es decir que el contrato busca asegurar la vigencia de lo mismo, de la paridad. «En el nivel del amor, el hecho de que el contrato excluya al Otro, que intente neutralizarlo, se redobla hoy a causa de otro hecho de sociedad: el matrimonio está perdiendo sus características heterosexuales. Los hay homosexuales, incluso matrimonios sin sexo, que van en el mismo sentido de la disociación entre el matrimonio y la puesta en acto de la heterosexualidad. Se dirigen a la neutralización de la Otredad del Otro y hacia la reducción del amor a la amistad» [9]
Se cercena así al Otro sexo, a la alteridad del sexo. Y agrega C. Soler: «El Otro del que Uno se cercena es el Otro en la medida en que existe. El Otro que no existe, en el lugar del cual el discurso actual pone el contrato, es el Otro del lenguaje, que falta en lo que respecta a orientar la vida. Se lo suple por debates, esfuerzos de consenso para obtener un principio de homogeneización, de coexistencia de los goces. Pero la homogeneización de los discursos provoca efectos de rechazo y todo lo hetero queda afuera, ex». [10]
En la diferencia sexuada misma encontramos este esquema, en la medida en que el refugio del goce masculino queda centrado en el goce fálico, el de la mujer encarna un goce Otro. Pero las sorpresas de la emergencia de la pulsión hacen surgir al Otro, Otro goce en el cuerpo propio, que va más allá de los límites fálicos.
La neutralización del Otro de la heterosexualidad en nuestra época introduce la cuestión de pensar en la función social del amor heterosexual. La tesis freudiana ubicaba a la sexualidad femenina como rebelde a las sublimaciones de la cultura, a los intereses comunitarios, allí donde la mujer investía primordialmente los objetos más cercanos, el hijo, el marido, etc. Posición opuesta a la masculina, cuando la explicación freudiana se centra en una libido homosexual masculina sublimada, como soporte del vínculo comunitario.
La posición de Lacan, por el contrario, hace una apuesta a la libido heterosexual femenina cuando afirma que el deseo femenino es irreductible al Uno fálico, a la paridad contractual, pero también a la fragmentación social, en tanto sostiene la célula familiar. [11]
Pero el empuje a lo homogéneo, con su efecto de segregación, trae aparejado otro fenómeno que cada vez se instala más en nuestra época. Es lo que Lacan trabaja en «El despertar de la primavera», cuando toma de referencia la obra de Wedekind. Allí se pregunta qué es para los muchachos hacer el amor con las muchachas, marcando que no pensarían en ello sin el despertar de sus sueños. Aquí usa Lacan una frase que me gusta citar: Que el sujeto despierte no sólo de su sueño sino también de lo que cree que es su vigilia». Desde esa referencia, la adolescencia, implica, más que transformación, el surgimiento de algo radicalmente nuevo. Momento que reaviva al cuerpo como Otro, momento de alteridad a la que tendrá que responder con recursos inéditos en referencia al legado de la sexualidad infantil. Es el momento del encuentro, de confrontarse con el Otro sexo.
El punto que me interesa es señalar que la subjetividad de nuestro tiempo se caracteriza por una adolescencia interminable, vigilia de la que no se quiere despertar. El discurso actual, en tanto se caracteriza por borrar al sujeto como singularidad, tiene consecuencias subjetivas devastadoras. Hay un rechazo de la castración, de la división subjetiva y con ello el desprecio del amor. Si la adolescencia es la oportunidad de renovar las preguntas sobre la castración, sobre el sexo y sobre lo más singular del goce, preguntas con las que se abriría la posibilidad de acceso a la singularidad, nuestra actualidad la obtura con la velocidad de respuestas que van más en la dirección del consumo en todos los órdenes. Y una de las consecuencias es la ausencia de responsabilidad sobre el propio goce, una característica del hombre contemporáneo, que no escapó a Lacan cuando subraya como figura de la época a esa posición que nombra como la del niño generalizado. El resultado es una actualidad «inmersa en un fenómeno festivo, un goce colmante, un exceso constante, una abolición de la diferencia entre fiesta y no-fiesta, el borramiento de las antinomias, así como el borramiento progresivo de la diferencia sexual y el empuje a fusionarse con lo infantil». [12]
Más allá de aceptar su incidencia en lo social, la clínica nos pone cada vez más frente a niños generalizados, frente a esa falta de responsabilidad del sujeto ante su goce.
Más allá de la estructura sintomática de la sexualidad en el ser hablante, la clínica contemporánea muestra que el empuje de la época se ha extendido a los sexos, redoblando ese carácter sintomático de la sexualidad. El borramiento del Otro con el consiguiente empuje al exceso, al todo vale, borra también la ley de prohibición del incesto, la represión, la castración. Esto se manifiesta en una sexualidad actuada desde los encuentros múltiples, tanto hetero como homosexuales y bisexuales, encuentros esporádicos, casuales, sin compromiso del sujeto.
No se trata, para el analista, de la instauración de un Ideal, sino de la producción de un síntoma que instale al sujeto en un discurso que no desconozca lo real.
Para terminar, quisiera leer unos párrafos de una publicación del periódico madrileño: «El País», escrita por Vicente Verdú, titulada: «Este sexo mundo».